Me
compré una casa blanca. La vi una mañana en una revista. Mientras desayunaba.
Toda blanca. Paredes blancas y techo blanco. Baldas blancas. El suelo de
madera, para hacer contraste. En un tono natural claro muy bonito. ¿Fresno,
eucalipto...? Pero el resto blanco. Ibas por el pasillo como por una cinta
transportadora de color madera clarito y el resto muy blanco. Era como ir al
cielo. La cocina tenía electrodomésticos blancos para no desentonar, y la
encimera blanca. Blancas las banquetas, y la mesa. Y los armarios. Por dentro y
por fuera, blancos. Los dormitorios blancos. Aunque en las fotos no había
camas. Pero sí se veían las puertas de los armarios empotrados, camuflados en
la blanca pared, tan blancos que no los veías si no estaban abiertos. Y el
salón, todo blanco. Los radiadores blancos, la carpintería de las
ventanas, blancas. Rodapiés blancos. Contraventanas interiores blancas.
Hasta habían colocado las lámparas de techo. Blancas. Las puertas de paso eran
blancas y también sus marcos y premarcos. Seguramente usaron clavitos blancos
para fijarlos. En el baño tuvieron el detalle de buscar sanitarios blancos.
Me
enamoré de la casa en cuanto la vi en aquella revista y no dudé en comprarla.
Ahora vivo en una casa blanca. Le puse sofás blancos y una alfombra blanca.
Compré camas blancas. Y sábanas blancas. Y mesas y sillas y cortinas blancas.
Los cuadernos los compro pero no los escribo, para que queden blancos como la
casa. He cambiado mi fondo de armario por trajes blancos con
camisas blancas. Y en verano procuro que no me dé mucho el sol. Aún no he
podido comprar un televisor, porque apagados todos son negros. Pero me compré
una casa blanca.